Los rayos del Sol incidieron en mis ojos, al principio no era molesto, pero poco a poco se fue convirtiendo en un incordio y, de mala gana, abrí los ojos. La luz entraba a través de los cristales de la gran ventana, al contrario que la de mi casa, ésta aislaba el frío del exterior para evitar que enfriase la estancia. Acostumbrada a pasar frío, agradecía encontrarme en aquella habitación.
Unos pasos llegaron hasta mis oídos, rápidamente mis ojos se dirigieron a la puerta, esperando ver a aquellos hermosos ojos verdes, sin embargo, quién la abrió fue Emily. A pesar del tiempo que había pasado desde la última vez que nos vimos, apenas había cambiado, sólo tenía y par de canas y alguna arruga que se extendía paralelamente a la comisura de los labios.
La médico me trató con delicadeza y después de limpiar mis heridas, volvió a extenderme una capa de aquel ungüento.
-Bueno, cariño, estás mucho mejor, espero que dentro de poco puedas levantarte, debe de ser incómodo estar en la misma posición todo el día. -Me encogí ligeramente de hombros y acomodé la cabeza en la almohada.
-Con esta comodidad no me importa, esta cama es maravillosa. -Emily soltó una risa y abrió la ventana para dejar entrar el aire.
-Me alegro de que estés cómoda. -Se giró hacia mi.- Te traeré algo de comer y de beber antes de irme a hacer unas consultas a casa del Alcalde. -Se volvió a reír.- Tiene una niña con un sistema inmunitario horrible y mucho cuento. -Con eso último salió de la habitación. Me quedé en silencio, observando la habitación vacía, esperando que volviese. Cuando regresó, llevaba una bandeja con un plato de galletas recién horneadas y una botella de agua que dejó en la mesilla de noche, junto a mi cabeza.- Cuando vuelva te daré algo más de comer. -Me besó la coronilla y se fue hacia la puerta.
-Emily. -Dije antes de que saliera.- ¿Y Ethan? -Pregunté, pero al darme cuenta de ello, me sonrojé. La médico esbozó una sonrisa.
-Iré a buscarle. -Salió y cerró la puerta. Enterré el rostro en la almohada, avergonzada de mis palabras. ¿Por qué no me lo podía sacar de la cabeza? Al cerrar los ojos, su mirada y su sonrisa se colaban en mi mente. Oí como alguien subía las escaleras, levanté la cabeza y observé la puerta. Las manos me temblaban de los nervios, notaba las mejillas ardientes. ¿Estaba... emocionada? ¿Ansiosa? Tenía una mezcla extraña de sentimientos y lo único que pude sacar en conclusión es que tenía que verle. Pero nadie entró. Pasé las horas sola, comiendo, cual rodeor, las galletas del plato hasta que Emily volvió para hacerme compañía.
Los días pasaron de la misma forma, la mayor parte del día estaba sola o durmiendo. No volví a verle. Pasó una semana más, las heridas ya estaban curadas y habían dejado grandes cicatrices en mi espalda.
Emily me regaló una gran bolsa de ropa y me mandó comida para mi padre y para mí.
"-Cuídate. -Me dijo en el momento de la despedida.
-Lo haré, muchas gracias, por todo, ojalá pudiera pagártelo de alguna manera.
-No tienes por qué. -Dijo, quitándole importancia con la mano.
-¡Sí! -Exclamé- Quiero agradecértelo de alguna manera, así que haré lo que sea. -Insistí. Ella se quedó pensativa pero, al final, asintió.
-No me vendría mal un ayudante. -Y sonreí."
Quedamos en que la ayudaría dos días a la semana cuando se alzase el alba. Después de la conversación y de la despedida, volví a mi casa. Entré por la puerta principal y dejé la comida en la cocina. Sin preocuparme de si estaba mi padre o no, subí a mi habitación y guardé la bolsa con la ropa. Me dirigí al baño y me puse de espaldas al pequeño y viejo espejo que había colgado sobre el lavabo. Quería verlas. Fui levantando la camiseta y giré el rostro todo lo que pude hasta observar el final de varias líneas que resaltaban en mi piel y que eran de un grosor considerable. Respiré hondo y pasé la yema de los dedos por estas cicatrices, notando el ligero relieve que tenían.
Estaba ensimismada con aquellas marcas que representaban la injusticia y la crueldad del Capitolio, de pronto, comencé a oír unos ruidos: "Tic". "Tic". Dejé caer la camiseta y salí del baño, escuchando atentamente. El sonido procedía de mi cuarto, una vez dentro, miré en cada rincón lo que podría producirlo cuando observé como una pequeña piedra golpeaba el cristal de la ventana. Me acerqué y miré al exterior, abajo, en el jardín, había un conocido rostro, sonriéndome. Quité el pestillo y abrí la ventana.
-¿Jonathan? -Pregunté, confusa, si no había sabido nada de él en aquellas semanas, ¿por qué venía a verme?- ¿Cómo sabías que vivía aquí?
-Investigando. -Respondió y se colocó las manos en las caderas, parecía orgulloso.- Me alegro de verte, el hijo de Emily no dejaba que recibieras visitas y he estado esperando a que volvieras desde hace una semana.
-¿No te dejaba pasar? -Interrumpí, frunciendo el ceño. Jonathan asintió.
-Decía que todavía estabas muy débil, pero no importa porque ahora estás aquí. -No pude evitar sonreír. Parecía que estaba realmente emocionado con mi vuelta. Aquello me llegó al corazón. Al principio había pensado en rechazar su amistad y alejarme de él, pero es imposible no cogerle cariño. A su lado estoy cómoda.
Oí como la puerta de la calle se cerraba.
-Espera ahí. -Salí por la ventana, caminé por la rama y bajé lentamente del árbol hasta llegar al suelo. Agarré al chico y salimos del jardín, atravesando los arbustos. Una vez en el sendero de tierra, comenzamos a andar.- Cuéntame, ¿qué ha pasado por aquí?
Jonathan me puso al corriente de todo. Después de haber recibido el castigo, los controles eran más rigurosos, el toque de queda estaba más vigilado y, ahora, todo el distrito me conocía, no sólo por la trágica historia de mi madre, sino también por mi temeridad y mi valentía por haber desafiado al Capitolio de aquella manera y por haber resistido tal castigo. Aquello me dejó sorprendida, estaba, prácticamente, en boca de todos, sobretodo de los que frecuentaban el mercado negro, según Jonathan.
El chico me llevó a su casa, al parecer su familia estaba preocupada y, nada más entrar, me llovieron abrazos y preguntas, siempre evitando tocarme la espalda. Tras esa pequeña reunión con su familia, de la cual ya supe los nombres (Jacobo y Lydia, los padres; Marcia, la hija mayor; y las gemelas, Elise y Oana), salimos al exterior y me hizo un visita guiada por su finca, terminando en el gran granero que había junto a la casa.
-Mi padre y yo nos ocupamos del matadero. -Me comentaba.
-¿Y eso te gusta? -El chico se encogió de hombros.
-No mucho, pero siempre es bueno aprender como matar y qué aprovechar de un animal, ¿no? -Me sonrió.- Por lo que pueda pasar.
Se refería a los juegos, quedaban apenas dos meses para que se celebrase la Cosecha. Me senté en un montón de paja y suspiré. Saber que se acercaba aquella fecha me ponía los pelos de punta. Tenía la esperanza de que aquel año, el último antes de ser mayor de edad, me salvara.
-No te preocupes mujer. -Dijo con una gran sonrisa, como siempre.- Imagínate que sale elegida, en el momento de enseñarles tus habilidades, ¿qué harías? -Se sentó junto a mí y siguió hablando bajo mi atenta mirada.- Yo creo que dejaría salir la fuerza bruta que tengo. -Soltó una carcajada. La verdad es que con la constitución que tenía, era de esperar que fuera muy fuerte.- Y mi habilidad para la lucha. -Me giré hacia él, con una ceja levantada.
-¿Lucha?
-¡Sí! Mi padre siempre ha sido muy precavido, desde los doce años, comenzó a entrenarme con todos los conocimientos que obtuvo al ver los Juegos cada año, aprendió mucho y lo sigue haciendo. Y con eso nos enseña. Primero lo hizo con mi hermana, después conmigo y, cuando cumplan los doce años, lo hará con mis hermanas. -Explicó moviendo las manos para expresarse.- Aunque claro, a mi madre no le parece bien del todo, cree que no es bueno porque piensa que después de tanto entrenamiento nos presentaríamos voluntarios, y eso la da miedo. ¡Pero nadie en su sano juicio se le ocurriría ir a esa masacre!
-Vaya... tu padre es increíble -Alabé, fascinada.- Pero sí que hay gente que hace eso y lo sabes.
-Pero los profesionales no cuentan, son máquinas de matar. Normal que ganen casi cada año. -Me miró a los ojos.- Prefiero seguir siendo pobre y vivir de cuidar vacas, antes que presentarme voluntario para esa estúpida competición. -Se encogió de hombros y continuó- Pero bueno, supongo que mi padre lo único que pretende es preparar a sus hijos, al menos, si no podemos ganar, les demostraremos de que pasta somos. -Esbozó una gran sonrisa, me dio un golpe en el hombro y rió.- Estoy hablando demasiado y no has contestado, venga, dí, ¿qué harías?
Me quedé pensativa, nunca me lo había planteado, además, tampoco tenía muchas habilidades por no decir ninguna.
-Vamos mujer, algo se te tiene que dar bien.
-No lo sé. -Me encogí de hombros.- Yo no tengo ninguna habilidad.
-¡Todo el mundo es bueno en algo! -Volvió a sonreír, una sonrisa que me contagió.- Venga.
-Bueno... -Me pasé la mano por el cabello.- Siempre he tenido buena puntería y facilidad para colarme por pequeños huecos.
-¡Y velocidad! Por lo que he oído. -Solté una carcajada.- No está mal, haremos una prueba. -Se levantó y se dirigió a un pequeño armario en el que, una vez abierto, pude ver la cantidad de cubos, botellas y cuerdas que había dentro. De entre estos objetos sacó una caja que colocó a mi lado. Giró la pequeña llave y la abrió. En su interior había cuatro pequeños cuchillos de hoja plana y sin mango, aparentemente muy afilados y de un color gris metalizado. Cogió uno y lo dejó en mi mano.- Son dagas, generalmente se utilizan para lanzar. Quiero ver tu puntería así que intenta clavarlo en aquel poste de madera.
Agarré la daga y le miré, desconfiada, sin embargo, con un leve suspiro, me levanté y me coloqué a unos metros del poste. Cogí con fuerza el arma y lo lancé. El cuchillo se clavó en un montón compacto de paja que estaba apilado junto a la columna. Agaché los hombros y miré de nuevo al chico.
-¡Eh! Sin problema, toma, vuelve a probar. -Me puso otro cuchillo en la mano pero antes de apartarse, me agarró.- Pero esta vez procura que la daga se deslice por tu mano. -Me cerró los dedos alrededor del mango.- Con firmeza pero sin apretar mucho. -Se apartó y me preparé para un nuevo lanzamiento. Respiré hondo varias veces, dejé que mi mano se relajara pero que sujetase la daga y lancé.
Solté una risa de la emoción al ver clavado el arma en la madera. El chico también rió, más por mi reacción que por otra cosa.
-Te lo dije.- Sonreí, sorprendida.- Si quieres... podemos entrenar algún día para que mejores. -Mis mejillas se ruborizaron pero asentí. Me giré hacia la puerta para ver como comenzaba a oscurecer.
-Debería irme ya.
-Te acompaño.
Tras guardar las dagas en su sitio, salimos del granero y pusimos rumbo a mi casa. Pasamos el camino, cruzamos los arbustos y llegamos al gran árbol de mi jardín. Jonathan se cruzó de brazos y los miró de arriba abajo.
-No sé como puedes subir ahí, ¿no te preocupa caerte?
-Pues... -Miré el árbol.- Nunca lo había pensado. -Esbocé una sonrisa y me giré hacia él- ¿No has subido a un árbol?
-No he tenido la necesidad de hacerlo.
-Hacemos una cosa, tú me enseñas a defenderme y yo te enseño a subir a los árboles o escalar, como quieras decirlo. -Estiré la mano hacia él, quién la agarró sin dudarlo.- ¿Trato?
-Trato -Dijo rápidamente.
-Bien, pues ya nos veremos. -Le solté y me giré hacia el tronco. El chico me puso detrás de mi y me cogió de la cintura. Me elevó sin esfuerzo hasta que me agarré al árbol.
-¿Mañana? -Palidecí pero al final asentí.
-Por qué no. -Subí rápidamente hasta la rama y caminé por ella hasta la ventana. Miré de nuevo al chico que me sonreía.- Hasta mañana.
-Adiós. -Se despidió con la mano.
Pasé una pierna al interior, agaché la cabeza y entré. Después cerré la ventana y me quedé mirando como Jonathan me observaba, se dio la vuelta y se fue por donde habíamos venido.
Me retiré de la ventana y me tumbé en la cama, cerré los ojos y me quedé en silencio. Sin abrir los ojos, me metí bajo las mantas y me quedé dormida.
Un estruendo me despertó, un rayo iluminó mi cuarto, me incorporé sobresaltada, con el rostro empapado de sudor por la pesadilla que había tenido. Me pasé la mano por la cara y respiré hondo para despejarme. Salí de la cama y me dirigí a la ventana para observar caer la lluvia torrencial sobre el distrito. Otro estruendo llegó hasta mis oídos pero esta vez procedía del interior de mi casa. Me acerqué a la puerta, giré el pomo y la entreabrí. La luz de la cocina estaba encendida, se oían ruidos, golpes y maldiciones. Mi padre se dirigía a la escalera cuando cerré la puerta de golpe, agarré el baúl del asa, lo arrastré hasta ponerlo delante de éste y me senté encima. Oía como se tambaleaba y caía contra la pared, escuché como insultaba al aire y trataba de no vomitar. Golpeó mi puerta varias veces, acto seguido, cayó contra ésta y se quedó en el suelo. Me separé de la puerta y me dirigí hacia la cama, me arropé con las mantas y miré hacia la entrada, esperando que hiciera algún movimiento, sin embargo, durante la espera, me fui quedando dormida.
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