El sol atravesó el cristal de la ventana de mi cuarto y me iluminó el rostro. Apreté los ojos cerrados con fuerza antes de abrirlos y pasarme la mano por ellos para desperezarme. Eché hacia atrás los mechones del cabello que rebeldemente me caían sobre el rostro. Me incorporé en la cama hasta quedarme sentada con las piernas aún bajo las mantas y miré hacia el exterior, aunque sólo se veían las ramas del árbol y el cielo azul.
Aparté las mantas de la cama y me levanté, estirando todo el cuerpo para despertarme por completo. Me dirigí a la ventana y la abrí para dejar que el aire mañanero entrase y ventilase la habitación. Fui hacia el armario para sacar una camiseta gris, que anteriormente era blanca, y unos pantalones de tela vaquera. Me calcé las botas y salí de la habitación sin hacer el menor ruido.
Tras comprobar que mi padre aún dormía, debió de haber bebido más de la cuenta anoche, bajé las escaleras y atravesé la cocina hacia la puerta principal.
Una vez en el exterior, caminé rápidamente calle abajo en dirección al matadero para comenzar la jornada de trabajo. Pasó por las mismas calles que el día anterior hasta la parte de atrás del matadero. Con la espalda pegada a la pared y con paso seguro, llegó a la puerta de atrás y entró en el edificio.
Los trabajadores se mantenían en sus puestos de trabajo sin entablar conversación entre unos y otros. Pasé la mirada por todos ellos, sin saber qué pasaba pues aquel no era el ambiente normal. Me acerqué al puesto de Dan donde el hombre despiezaba a una vaca.
-Hola, ¿por qué están todos tan callados? ¿Ha pasado algo? -Pregunté apoyándome en la mesa, mirando los ojos de Dan, aunque él me evitaba.
-No deberías estar aquí, la vigilancia de los Agentes de la Paz se ha doblado, no sabemos la razón, pero tenemos mucha presión encima. Cada quince minutos hacen una ronda para comprobar que nadie se guarda mercancía. Al parecer no hubo un inventario satisfactorio. -El hombre susurraba para que nadie más que yo me enterase de sus palabras.- Ya no puedes trabajar aquí, Rebecca, es muy peligroso, sabe que aún no estás en la edad. Te puede caer una grande. Vete. -Sus ojos se clavaron en mi mirada, estaba serio y el brillo alegre de sus ojos había desaparecido por completo. Con un movimiento afirmativo de cabeza, salí de allí lo antes posible. Salté la valla del campo de atrás y me interné en el prado. En mitad de éste, me senté en el suelo.
¿Qué iba a hacer ahora? Aquel trabajo era lo único que me aseguraba la comida diaria. Ahora solo dependía de mi padre o de las teselas que se podían obtener a cambio de más número de papeles con mi nombre en la Cosecha.
Me levanté del suelo, limpiándome de los pantalones el polvo del suelo, y eché a andar sin rumbo fijo. Sólo quería llegar al final del Distrito para ver más allá de las vallas electrificadas.
Después de una hora y media de caminata, el esqueleto de metal se alzó ante mi majestuosamente. El paisaje más allá del Distrito era un espectáculo increíble que hacía volar mi imaginación más allá de aquella cárcel. ¿Habría algo más allá? ¿Otra civilización? ¿Otros lugares? ¿La libertad? Sólo con la visión de aquel bosque me hacía pensar que pasando aquella valla encontraría un mundo diferente. Más colorido, lleno de felicidad.
Fijé los ojos en los alambre de espino electrificado que cerraba todo el distrito.
-Y si... -Estiré la mano y la acerqué con lentitud a la valla. Mis dedos casi acariciaron el metal. Mis oídos parecían captar el zumbido de la corriente pasando por cada alambre. Mis dientes mordieron el labio inferior con fuerza hasta provocarme una herida. Cerré los ojos con fuerza y agarré el alambre con la mano, esperando una inmediata descarga eléctrica que, de no matarme, me paralizaría durante varias horas.
Sin embargo no llegó. Abrí los ojos totalmente desconcertada, observé mi mano agarrando el alambre pero sin contar el dolor de los pinchos en mi piel, no había corriente alguna. Me atreví a tocar otro de más abajo y tampoco hubo chispazo.
¿Por qué decían que la valla estaba electrificada? Me separé de ella y observé alrededor, esperando que nadie más lo hubiera visto.
El medio día había pasado hacía ya media hora, tras haber descubierto que la valla no era ningún problema, me dirigí hacia el Ayuntamiento para pedir teselas ya que me imaginaba que mi padre no había traído comida a casa. Pasé por una callejuela estrecha y me paré en su sombra, observando la plaza que presidía el gran Ayuntamiento. Metí las manos en los bolsillos y agaché la cabeza mientras andaba hacia el edificio con la mirada fija en el suelo. Atravesé las grandes puertas de madera y me dirigí por el pasillo, buscando dónde podía pedir las teselas.
Durante la búsqueda, mi mente y mis ojos no estaban pendientes de la gente que pasaba por mi lado, por lo tanto, lo único que captó mi atención fue el golpe que me dieron en el hombro.
Me giré frontando la zona con la mano y agaché la cabeza, a modo de disculpa.
-Perdona, no miraba por donde iba. -Dije con una voz suave.
-No importa. -Reconocí la voz en seguida, alcé la mirada para clavarla en esos ojos marrones tan profundos que la miraban con cariño.- Me alegro que te hayas chocado conmigo. -Se acercó a mi y me puso la mano en el hombro.- Aunque siempre te haces daño cuando estoy cerca.
-Serás gafe. -Ambos reímos y después nos quedamos en silencio.
-¿Qué haces aquí?
-Iba a... -Aparté la mirada.- Pedir teselas. ¿Y tú?
-A entregar unos papeles que mi padre me ha pedido. -Esbozó una gran sonrisa.- ¿Y si te vienes a casa a comer en lugar de pedir teselas? Mi madre cocina de miedo. Te encantará. ¿Qué me dices?
Le miré en silencio, barajando su oferta pero no quería la caridad de nadie. Negué con la cabeza varias veces y esbozando una pequeña sonrisa.
-No te preocupes, estaré bien, gracias por tu oferta.
-Bueno... -Dijo rascándose la nuca.- Iré a hacer esto y me iré a casa pero... estaré fuera un rato por si cambias de opinión, te espero allí. ¡Nos vemos! -Se despidió con una sonrisa y se marchó por el pasillo.
Me quedé mirándole mientras se marchaba. Me quedé sin palabras, ni siquiera me había despedido de él. No me esperaba que nadie me invitase a comer a su casa, no tenía amigos desde lo de mi madre y tampoco quería tenerlos sabiendo lo que me podía esperar cada año en la Cosecha. No quería sufrir más de lo que había sufrido ya, era innecesario. Supongo que nadie merecía la pena.
Me giré para seguir con el plan, llegué hasta la ventanilla y esperé a que me tocase el turno.
-¿Nombre? -Preguntó la señora. La miré en silencio.- Nombre. -Repitió con una orden. Di un paso atrás y me fui por donde había venido. No sabía por qué le tenía en la cabeza.
Salí por las grandes puertas y me quedé parada, buscándole con la mirada, pero él ya me había encontrado. Se puso delante de mí con su gran sonrisa y se cruzó de brazos.
-Lo sabía.
-Cállate, no sé como lo has hecho pero ni una palabra. -Dije, cruzándome de brazos. Soltó una carcajada y empezó a andar, esperando que le siguiera.
-Se llama persuasión. -Le fulminé con la mirada, se selló los labios con los dedos y esbozó una gran sonrisa.
Fuimos en absoluto silencio durante todo el camino hasta la casa en la que había entrado el día anterior. Me abrió la puerta principal y dejó que pasara yo primero. La casa olía a comida, las voces de los familiares del chico llegaban hasta mis oídos. Reían y conversaban entre ellos. En seguida me sentí como una intrusa. Aquello no era ni parecido a lo que había en mi casa.
El muchacho me hizo esperar en la entrada mientras él iba a comunicárselo a su familia. Cuando volvió, las voces habían desaparecido y la casa se sumió en el silencio. Me condujo por el pasillo hasta el salón comedor, la familia estaba reunida alrededor de una gran mesa de madera, en espera de servir la comida. Todos los integrantes me acogieron con una gran sonrisa en los labios.
Me senté en una silla vacía entre el padre y el chico, y miré fijamente el plato hondo vacío que tenía para mí.
-Espero que te guste el estofado de cerdo. -Dijo la madre trayendo una gran olla humeante.- Sino te puedo hacer cualquier cosa que prefieras.
-No. -Susurré y la miré, traté de esbozar una sonrisa.- Me encantará su estofado.
-No me trates de usted, ¡no tengo tantos años! -Soltó una alegre carcajada y empezó a servir una gran cantidad de estofado a todos los platos de la mesa.
-Perdón.
-¡No te preocupes mujer! Ladra pero no muerde. -El padre me dio un codazo y se echó a reir mientras su mujer le lanzaba una fulminante mirada. Esbocé una gran sonrisa, la alegría de aquella familia era contagiosa.
Una vez servida la comida, todos se pusieron a comer y charlar entre ellos del día a día. Me limité a observar la comida antes de hincarle el diente a un trozo de carne que humeaba.
El sabor era fantástico, nunca había comido algo tan sabroso y con el primer bocado, mi estómago me pedía más. Comí y comí hasta dejar el plato prácticamente limpio. Cuando levanté la cabeza, toda la familia se había fijado en mí. Mis mejillas se sonrojaron intensamente.
-¡Vaya! Menudo apetito. -Exclamó el padre, provocando una risa general que hizo que me avergonzase aún más.- ¿Cómo puedes estar tan delgadita, muchacha?
-En mi casa no hay este tipo de comida. -Dije, alternando la mirada entre los miembros de la familia para acabar en los ojos del chico. Aparté la mirada para volverme al padre, quien ya no sonreía.
-Oh, vaya, bueno... -Era obvio que no se esperaba esa respuesta.- ¿Quieres repetir? -Preguntó, pero antes de saber la respuesta, la mujer echó en mi plato otra gran cantidad de estofado que agradecí de corazón con una gran sonrisa en el rostro.
Cuando todos hubieron terminado, se quedaron charlando alegremente en la mesa. Las gemelas contaban el día en el colegio y la hija mayor comentaba el duro día de trabajo con las vacas de la familia. Al parecer, tenían un ganado excelente.
Terminada la charla, las chicas se fueron a sus cuartos y los padres recogieron el comedor. Después de darles las gracias por las molestias, desaparecí con el chico por la puerta principal y nos sentamos en las escaleras del porche.
Observé el camino que había tomado ayer para marcharme de esta finca en absoluto silencio.
-Jonathan Brooks. -Dijo rompiendo el silencio.- Creo que no me había presentado todavía.
Le miré de reojo. Así era como se empezaba. Presentaciones, apodos, amistad, pérdida, dolor. No iba a permitir que pasara.
Me levanté de las escaleras y me giré hacia él.
-Encantada de conocerte y gracias por haberme invitado a comer, te lo agradezco mucho.
El chico también se levantó y se colocó a mi lado, aún sonriendo, como siempre.
-¿No vas a decirme tu nombre?
-No. -Dije de manera cortante, esbocé una sonrisa para relajar el tono autoritario que había puesto en aquella respuesta.- Me gusta mantener el misterio.
Me di la vuelta y empecé a andar de vuelta a casa. Oí una ruidosa risa.
-¡Eh! ¡Chica misteriosa!
-¿Si? -Respondí, elevando la voz sin dejar de alejarme.
-¡Conseguiré que me digas tu nombre pronto! -Esbocé una sonrisa y comencé a reirme mientras me alejaba y dejaba atrás la casa y a Jonathan.
Salté la valla de la finca y caminé tranquilamente hasta pasar los arbustos que conducían a mi jardín.
Abrí la puerta de atrás y pasé al interior de mi casa. Se oían ruidos de la cocina. Llegué hasta la puerta en completo silencio y me asomé dentro. Mi padre estaba rebuscando entre los armarios de la despensa, seguramente algo para comer. Tenía el cabello despeinado, un temblor en las manos y la ropa sucia. Entré en la cocina con cierto miedo y me crucé de brazos.
-¿Qué buscas, papá? -Pregunté. Se giró hacia mí con las mejillas sonrojadas.
-No hay comida. Ve a por ella.
-¿Con qué dinero? -Hizo una mueca de desgrado.
-Ve a por teselas. -Abrí la boca sorprendida. Negué con la cabeza.
-No quiero meter mi nombre más veces en la hurna. Me niego.
-¿Perdona? -Dijo, apartó la silla con brusquedad y se acercó a mi. Di un paso atrás, intimidada.- ¿Me estás desobedeciendo? ¿A mi? ¿A tu padre, quien te da comida y casa?
-No me das nada de eso. -Se paró en seco, con el rostro lleno de sorpresa que poco a poco se fue tornando en ira.- Si de verdad lo hicieras no me mandarías a ir a por teselas, no me matarías de hambre para poder beber en esa tasca ilegal. No me exijas ser una buena hija cuando tú no te comportas como un padre.
El silencio reinó tras pronunciar esas palabras. Le había sorprendido porque era la primera vez que le hacía frente, estaba cansada de que me manejara como quería para no sacar nada bueno. Me daban igual las consecuencias pero me sentó bien decirlo. Sin embargo, su cara y su rostro me decían que no le había sentado nada bien a él. Apretó los puños y cruzó la distancia que había entre nosotros en dos zancadas. Me pegó un fuerte golpe en el hombro y di contra la pared. Me agarró del pelo e hizo que le mirase.
-¿¡Cómo te atreves!? ¡Eres una zorra! Toda la vida ocupándome de un parásito como tú y, ¿me lo agradeces así? -Me dio un fuerte bofetón en la mejilla. Me quedé mirando al suelo, con los ojos como platos. Sentí la mejilla arder donde me había propinado el golpe.- Deberías haberte quedado entre el fango, nadie habría sentido tu pérdida. -Apreté los puños y me incorporé, dispuesta a plantarle cara, pero otro bofetón me hizo tambalear y quedé arrodillada en el suelo. Se apartó de mí y volvió a su búsqueda de comida.- Vete a por las teselas.
Dirigí los ojos hacia él, fruncí el ceño. Estaba llena de ira, de odio.
-Muérete.
Me levanté del suelo y salí corriendo hacia la puerta principal. Escapé de casa y corrí por las calles hasta alejarme completamente de allí. No tenía a donde ir, no quería volver a casa y tampoco podía quedarme todo el día, habían puesto toque de queda desde que había faltado comida a la hora de hacer el inventario y sería peligroso, pero tenía que arriesgarme.
Después de tres horas, el sol comenzaba a caer. Me había sentado junto a la valla del distrito y trataba de evitar el llanto por todos los medios. Tenía la mejilla roja y las palmas de las manos con heridas de haberme clavado las uñas.
Me eché en el polvoriento suelo y me hice un ovillo. Cerré los ojos con fuerza y traté de tranquilizarme. Sin embargo, poco a poco, me fui quedando dormida.
Cuando abrí los ojos ya no había luz, el Sol se había ocultado y sólo el ruido lejano de las vacas pastando era lo que se oía. El toque de queda había empezado.
Me levanté rápidamente y me dirigí hacia mi casa, intentando llegar lo antes posible sin hacer ruido. Entré por una callejuela para atajar. Una intensa luz me cegó y di un paso hacia atrás. Me puse la mano delante de los ojos y observé. Tres Agentes de la Paz se pararon delante de mí, me apuntaban con sus linternas. El hombre del centro, vestido con el uniforme, esbozó una sonrisa e hizo un movimiento con la cabeza. Los otros dos se dirigieron hacia mí mientras caminaba hacia atrás, tratando de alejarme de ellos. Me agarraron por los brazos y me arrastraron. Sabía qué iba a pasar. Sabía que no iba a ser bueno. Un castigo nunca es bueno.
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