¡Si! ¡Por fin! Después de mucho tiempo, tras haber atrasado la fecha de finalización y una semana después de haber recibido todas las historias, os he traído al ganador de este primer Concurso de Relatos Cortos. Realmente, decidir al ganador de este concurso ha sido una tarea bastante difícil que me ha llevado un largo tiempo (casi todo el día), hasta tuve que pedir ayuda porque me era imposible elegir una.
Gracias a la colaboración de Zorus, mi mano derecha, y a otras terceras personas que me ayudaron a elegir, pudimos sacar entre todos al ganador. ¡Y aquí está!
¡Gracias a todos los participantes! Espero que os guste el relato ganador tanto como nos ha gustado a nosotros. Espero tener la próxima vez más premios para vosotros.
¡Un saludo!
Ganador
BAJO EL SUELO
Por Mérula
Esto está cerrado. La
maldita puerta está cerrada. No soy claustrofóbico, pero estoy empezando a
agobiarme.
Debo ser el primer
estudiante en toda la historia que se duerme en una biblioteca, nadie lo ve, y
se queda encerrado.
Acabo de comprobar que la
puerta principal está cerrada a cal y canto, y también todas las malditas
ventanas. Tengo el móvil y –por suerte– tiene batería, cobertura y todas esas
cosas que suelen acabarse en todas esas películas estúpidas que ponen en la
tele.
¡Si hasta tengo datos!
¡Milagro del cielo!
– ¿Mamá? – Mi voz resuena
por la biblioteca vacía. Madre mía, qué mal rollo–. Me he quedado encerrado…
no, no es una broma. ¡Mamá, pero…!– suspiro–. Sí. Sí, de acuerdo… esperaré…
Vaaaaale. Hasta luego.
Cuelgo. Espero que mi
madre consiga encontrar al bedel, a una señora de la limpieza o a alguien con
una ganzúa.
Vuelvo a la mesa donde
están todos mis apuntes desparramados y miro los apuntes que estaba leyendo.
Tengo que limpiar un reguero de baba del epígrafe destinado a los relatos de
terror y misterio a lo largo de la historia de la literatura universal.
Pobre “Corazón Delator”
de Poe…
Voy a levantarme, no vaya
a ser que me quede dormido otra vez.
La biblioteca parece aún
más silenciosa de lo que está durante el día… me entran ganas de abofetearme
por pensar esa estupidez tan obvia.
Pero sí que es cierto que
da un poco de miedo estar solo en medio de tanto silencio…
Vuelvo a mi sitio. La luz
de la farola de la calle –maldito sea el que decidió colocarla justo ahí– se
cuela entre las patas de las sillas y proyecta sombras raras en las
estanterías.
De pronto suena un golpe.
No soy ningún cobarde
pero juro que casi me da un infarto.
– ¿Hola?– grito–. ¿Hay
alguien ahí?
Casi al instante me
contesto a mí mismo “¡Sí, soy el fantasma de Canterville, que me he mudado a
esta biblioteca!” seré idiota…
Rodeo la estantería y
encuentro un libro en el suelo. Evidentemente se ha caído de su sitio. Lo
recojo. Son las Leyendas de Bécquer.
Bueno, ya que voy a estar
encerrado aquí un rato largo, por lo menos tengo mucho que leer…
No me molesto en volver a
mi sitio. Sentado en el suelo, apoyo la espalda en la estantería, recojo las
piernas y abro el libro contra mis muslos.
La noche de los difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las
campanas…
Apenas siento cómo voy
metiéndome en la historia de Alonso y Beatriz, cómo sigo al galán hasta el
siniestro Monte de las Ánimas, cómo permanezco al lado de la dama cuando esta
empieza a oír ruidos extraños en su alcoba…
Un momento.
¿Qué ha sido eso?
Levanto la cabeza y
escucho, sin atreverme a respirar.
Me ha parecido oír…
Nada.
Silencio.
Sacudo la cabeza y vuelvo
a leer.
Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas,
sordas, tristísimos, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas,
pronunciar su nombre.
¡Ahora sí que he oído
algo!
Dejo el libro abierto en
el suelo y me levanto despacio.
Entonces la luz de la
farola se apaga, dejándome a oscuras.
Lo primero que veo al
sacar el móvil y dirigir su luz frente a mí es una pupila muerta que me mira.
Ahogo un grito y
retrocedo, chocando contra– ¡qué casualidad!– un interruptor. Se enciende una
luz de neón con un zumbido, iluminando el estrecho pasillo de estantes. Respiro
más aliviado. El ojo que he visto pertenece al lomo de un libro. Lo saco sin
demasiado interés y lo hojeo un poco por encima.
Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único
propósito de infundir vida en un cuerpo inerte.
¡Venga ya! ¿Frankenstein?
Vuelvo a mirar la
portada. Los ojos que había visto aparecen descritos justo en ese pasaje como ojos
acuoso que parecía del mismo color que las pálidas órbitas en las que se
hundían. Cierro el libro con un escalofrío. Si sigo leyendo cosas así va a
darme un infarto antes de que vengan a por mí.
Oigo un ruido a mis
espaldas.
Y esta vez sé que ha sido
el crujir de la escalera que sube al piso de arriba.
No soy capaz de darme la
vuelta. No soy capaz de moverme. Casi he dejado de respirar, intentando
escuchar y a la vez hacer el menor ruido posible.
Sigue estando todo en
silencio pero… siento que ya no estoy tan solo como hace unos minutos.
La luz de neón emite un
zumbido ensordecedor. Estoy sudando. Tengo la camiseta pegada al cuerpo.
Despacio, mis dedos buscan el interruptor de la luz y lo presionan ligeramente.
El neón se apaga con un
sonoro “clic”, dejándome a oscuras.
Y de nuevo el ruido.
Repetido.
Bajando las escaleras.
Alguien está bajando las
escaleras.
Maldita sea…
El sonido de un par de
pesados zapatos bajando desde el piso de arriba.
Crac, acaba de
llegar al séptimo escalón, el que cruje…
El corazón me late tan
fuerte que casi parece que retumba en el silencio.
Pu-Pum.
No… eso que retumba…
Pu-Pum.
… no es mi corazón.
Pu-Pum.
¿Qué es lo que late?
Pu-Pum.
Cada vez que intento
pronunciar una palabra, la voz muere antes de subir por la garganta.
Pu-Pum.
Mi espalda choca contra
algo, pero ni siquiera un grito es capaz de salir de mí.
La estantería… sin darme
cuenta he ido retrocediendo hasta chocar contra la estantería.
A oscuras, tanteo los
lomos de los libros buscando el interruptor.
Pu-Pum.
El latido sigue,
creciendo a medida que me acerco, a ciegas, pasando los dedos por las baldas
que sostienen los tomos.
¡Al fin, un interruptor!
Lo pulso, ésta vez con fuerza, sin importarme que alguien pueda llegar a oírme…
No se enciende.
El corazón me da un
vuelco mientras lo acciono una y otra vez.
Pu-Pum.
El latido sigue… y sigue…
y sigue… y sigue…
Echo a correr.
No veo por donde voy, y
hasta la débil luz de la calle parece haberse apagado…
Doblo una esquina, choco
contra algo y me caigo al suelo.
Se enciende la farola de
fuera.
No hay nada.
No hay nadie.
Pu-Pum.
El latido sigue,
incansable. Suena por debajo de mis pies, frente a mí, tras de mí, a los lados,
arriba…
Me tapo los oídos y aun
así lo sigo oyendo.
Pu-Pum.
Entonces, se detiene.
Aguzo el oído, esperando
sin saber a qué.
Y una voz resuena en mi
oreja:
Chico.
Grito.
Tan fuerte, que mi propio
cerebro me obliga a despertar, al tiempo que mis brazos me empujan hacia atrás
debido al sobresalto. La silla vuelca y acabo de espaldas en el suelo, como una
cucaracha.
–¡Cuidado, chico! –dice
alguien a mi lado –. ¿Te has hecho daño?
Es el de la limpieza.
–¿Qué…? –acierto a decir
mientras me incorporo.
–Voy a cerrar –explica
pacientemente el hombre –. Eres el último, ¿acaso quieres quedarte aquí a
dormir?
–¡No! –exclamo,
sobresaltado. Comienzo a recoger mis libros (la página destinada a Edgar Allan
Poe irremediablemente pringada de babas), y me cargo la mochila al hombro.
El hombre me acompaña
hasta la puerta, con una mano en la escoba y la otra hundida en un bolsillo. El
suelo cruje bajo sus enormes pies.
Antes de salir, me vuelvo
por última vez hacia la biblioteca en silencio.
–Antes me ha parecido oír
algo –digo, sin saber muy bien por qué –. Un golpeteo… como un latido.
El hombre arruga las
cejas y me mira sin mucho interés:
–A veces la caldera da
golpes –dice –. Si estabas tan profundamente dormido como creo que estabas,
habrás creído que es cualquier otra cosa.
–¡Pero sonaba bajo el
suelo! –insisto –. Estaba dormido, sí, pero lo escuchaba bajo las tablas del
suelo.
El hombre se echa a reír
a carcajadas, me empuja fuera y cierra la puerta de cristal; lo entiendo. Aún
tiene que terminar de limpiar para poder irse a casa.
Me acomodo la mochila y
me alejo calle abajo, bostezando.
Qué ganas tengo de irme a
la cama.
Cuando Jorge se perdió de
vista, el encargado de la limpieza se apoyó en su escoba y se quedó escuchando
el lento chirriar de las bisagras de la puerta. Una sonrisa malvada iluminó sus
ojos acuosos sobre la piel pálida, mientras los dedos que mantenía dentro de su
bolsillo jugueteaban con una cinta rota y manchada.
Echó una mirada al suelo,
con la más siniestra de las sonrisas.
–Late todo lo que quieras
–dice, como si hablase solo –. Chilla, grita, golpea si te place. Estás muerto.
En algún lugar bajo el
suelo, un corazón detenido antes de tiempo repite su fantasmagórico latido,
incesante, persistente.
Pu-Pum…
Pu-Pum...
Pu-Pum...
Finalista
MAGRI NOTTURNI
por Bianca Amdis Vulturi
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